Mérida, Marzo Domingo 16, 2025, 06:40 pm
Pareció que Jupiter bajaba de su trono – los norteamericanos admiran a los romanos! – cuando Donald Trump se sentó junto a altos funcionarios del gobierno en la Catedral Nacional de Washington para asistir al Servicio de Oración por la Nación presidido por la obispo Mariann Edgar Budde (de la Iglesia Episcopal). Se molestó visiblemente cuando en su sermón la religiosa recordó las enseñanzas del Maestro (Mt 25, 31-46): “Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. Dijo ella, en efecto: “Le pido que tenga piedad de las personas de nuestro país que tienen miedo ahora”.
Tras haber prestado juramento en el Capitolio de Washington para asumir el cargo de presidente de Estados Unidos Donad Trump firmó (entre muchos otros) un decreto que ordena la expulsión de los migrantes que se encuentran ilegalmente en el territorio de la Unión. Dispuso luego, para mostrar efectividad en su cumplimiento, el envío inmediato a sus países de origen de quienes fueran sorprendidos en despliegues (¿o redadas?) policiales realizados en distintas ciudades. El domingo 26 de enero más de un centenar fueron embarcados en dos aviones militares rumbo a aeropuertos colombianos. No permitió su arribo el gobierno de Bogotá. Pero, después de intensas negociaciones (con amenazas de ambos lados) se acordó el retorno de los afectados, en “condiciones dignas”, en vuelos debidamente preparados. Ambas partes parecieron satisfechas; pero, especialmente los exportadores neogranadinos: 29% de sus envíos se dirigen a consumidores del Norte. Tampoco nada nuevo: en 2024 fueron deportados 14.268 colombianos.
El incidente (que ambos dirigentes tomaron como una batalla épica) muestra en simultáneo las dificultades que durante los próximos cuatros años van a encontrar D. Trump en sus relaciones con América Latina y los gobernantes de la región en sus tratos con la Casa Banca. También los sufrimientos de los “pequeños” atrapados en las disputas. A Estados Unidos y sus vecinos del Sur los conviene entenderse, política y económicamente. En un mundo con varios puntos de atracción (cada uno de los cuales pretende la supremacía) el peso de la América Latina puede ser determinante en asuntos importantes o en momentos decisivos. Y para avanzar hacia su desarrollo económico a los del Sur les resulta una enorme ventaja la cercanía al más grande y rico mercado (acostumbrado al consumismo y la satisfacción material). No es de olvidar tampoco que, según el último censo (2020), 18,5% de los estadounidenses es de origen hispano.
La relación de Estados Unidos con América Latina en los próximos años no estará orientada por principios ideológicos (menos aún religiosos); más bien, a servir los intereses (fundamentalmente económicos) de la gran potencia mundial. Donald Trump no carece de principios. Adhiere a algunas ideas básicas: la libertad personal, la libertad económica, el impulso a la iniciativa privada, la abstención del Estado. Es conservador en lo social y liberal en lo económico (pero, también proteccionista). Curiosamente, dictó cientos de decretos en el primer día de su nuevo mandato. Admira a personajes que vencieron grandes dificultades y pareciera sentir simpatía por dirigentes y regímenes de fuerza. Y cree –lo ha dicho repetidamente– que puede y debe aplicarse la fuerza cuando fuere necesario para lograr los objetivos buscados. De otro lado, tampoco se ha definido (salvo ante algunos hechos concretos) una política global de los latinoamericanos frente a su envidiado (y temido) vecino.
No ha ofrecido Donald Trump una era de relaciones especiales con América Latina. Tampoco ha afirmado tener algún compromiso en la solución de sus problemas seculares (subdesarrollo, pobreza, violencia, inestabilidad), como el que ha manifestado en la protección de Israel o de Taiwán. No le faltan seguidores en la región, como Javier Milei en Argentina o Nayib Bukele de El Salvador. Pero, durante los años que vienen no predominarán la comprensión, la cordialidad y la cooperación. No será una vuelta a los tiempos de Franklin D. Roosevelt, John F. Kennedy o James Carter (que alentaron políticas, programas e iniciativas para el desarrollo). Pero, tampoco a los del “gran garrote” de Theodore Roosevelt, aunque no han sido amistosos los primeros gestos: expulsión de migrantes (sin considerar su dignidad esencial), la amenaza de recuperar el control del canal de Panamá y la imposición de altos aranceles a los productos mexicanos.
Las “trumpadas” contra los “pequeños” se enmarcan dentro de la “guerra” planetaria iniciada por Donald Trump horas después de jurar, dirigida (primordialmente) contra China. Los pueblos de ambos países no son –ni se sienten– enemigos. Más bien, combatieron al mismo agresor (Japón) de 1941 a 1945. Pero, en Estados Unidos algunos piensan que la supremacía que detenta debe mantenerse y que debe enfrentar a quienes puedan desafiarla. Lo primero se expresa en la consigna “Make America Great Again” (utilizada durante la reciente campaña electoral) y lo segundo responde al desafío del viejo imperio asiático (existente con cortas interrupciones desde 221 a. C.) en el comercio internacional. Pero, en la confrontación entre aquellas superpotencias otros se ven envueltos y pocos –difícilmente– pueden mantenerse indiferentes. En realidad, la “guerra” con China comenzó en 2018, cuando algunos de sus productos se gravaron con aranceles superiores al 3% del valor (nivel para los provenientes de «socios preferentes»).
La primera potencia económica del mundo es Estados Unidos (PIB de 25,6 billones de dólares). Pero, el comercio de mercancías de China (y también el de la Unión Europea) superan al de Estados Unidos (5.935 billones de dólares, 5.486 billones de dólares y 5.193 billones de dólares, respectivamente). La balanza comercial con ambos bloques económicos es desfavorable a los norteamericanos y globalmente con el mundo (representa -4,16 % del PIB). No acepta esa situación Trump, empresario exitoso (aunque tramposo, según los tribunales de su país). Gusta decir que los negocios se realizan para ganar. Además recuerda que Estados Unidos facilitó el ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio (en 2000), precisamente para contribuir a su desarrollo económico y, consiguientemente, al mejoramiento de las condiciones de vida de su población (como ha ocurrido). Ahora (2023) la balanza comercial entre ambos le es desfavorable (en 382.300 millones de dólares): las exportaciones de bienes sumaron 154.000 millones de dólares y las importaciones 536.300 millones de dólares.
Sin menospreciar el valor de sus gestos – ¿de megalomanía o para impresionar?) – se puede decir que Donald Trump juega al poder. Pero no lo hace (como Hynkel, personaje de Charles Chaplin en El gran dictador de 1940) por el placer de manejar hombres y espacios. Son recursos del oficio, en el que entiende está permitido todo (o casi todo). De joven debió ser adicto a aquel pasatiempo llamado Stratego – aunque europeo, conocido en Estados Unidos desde los años sesenta– en el que los participantes mostraban sus habilidades de mando enfrentándose en un tablero de campos de batalla y contendientes imaginarios. Pero también aprendió el arte de negociar: en 1987 publicó con Tony Schwartz un libro sobre la materia (The art of the deal). Ya en la Casa Blanca tiene la posibilidad de intervenir en las distintas situaciones reales que observa diariamente. Entonces utiliza la amenaza y el golpe para facilitar la conciliación.
Corresponde a los dirigentes latinoamericanos (no solamente políticos) mostrar al nuevo “césar” que los intereses del “imperio” no son ajenos a los de sus vecinos del Sur. Más aún, que su realización depende en alguna medida de los beneficios que puedan reportar a los pueblos que allá habitan ¿No sería más seguro Estados Unidos si las sociedades de América Latina ofrecieran mejores condiciones a quienes las forman? ¿Si sus economías fuesen más prósperas no constituirían socios más confiables y provechosos? Si fuese mejor su situación se eliminaría la causa principal de la emigración masiva hacia el Norte. Pero, Donald Trump parece interesarse más por los resultados monetarios inmediatos de los intercambios: la balanza comercial es desfavorable con México (-237.922 millones de dólares) y con Brasil (-43.000 millones de dólares). Y, por supuesto, siente preocupación por las iniciativas puestas en marcha por el gobierno de Pekín para aumentar su influencia en la región.
Durante su segunda oportunidad en la Casa Blanca Donald Trump buscará consolidar la supremacía mundial de Estados Unidos, que cree amenazada. Ese propósito no es altruista –¿lo fue antes el de alguna potencia imperial?– pues no pretende el beneficio de la humanidad, sino el de su país. Sin embargo, debería considerar que el mundo es uno, con elementos profundamente vinculados. Por tanto (como pensaron algunos de los “padres fundadores”), la felicidad (“happiness”) de su nación depende también de la de otras, como las “pequeñas” que la acompañan en la historia por voluntad de la geografía, expresión (o palabra) del Creador.
X: @JesusRondonN