1. Escribir es un arte y un oficio que requieren de nosotros sumo
esfuerzo y disciplina y todo ello trae consigo muchas satisfacciones,
pero también desengaños, como lo he expresado en otro texto, y para esto
deberá haber, qué duda cabe, un toque divino (que solemos reconocer
como inspiración o musa), pero de allí a que algunos autores se sientan
“divinidades” porque tienen éxito de crítica y de ventas con sus libros
(que suele ser efímero, dicho sea de paso), es otra cuestión, que en mis
tiempos juveniles solíamos llamar como arrogancia y soberbia, que son
detestables, porque llevados por el aplauso esos escritores no han
sabido mantener a raya el monstruo del ego que llevamos dentro (que nos
fagocita y devora), y que nos muestra desde el peor de los ángulos: el
de nuestras miserias y complejos.
2. Uno de los enormes riesgos
del trabajo literario (y de toda actividad humana) es la
procrastinación, que nos lleva a una suerte de noria en la que nada es
posible alcanzar en el ahora a la espera del tiempo propicio, y digo que
es un “riesgo” porque suele transformarse en una camisa de fuerza que
nos impide avanzar en las metas trazadas, y cuando menos lo esperamos
todo se vuelve bruma y desengaño, ilusión y olvido. Dejar para después,
es poner en las manos de la incertidumbre todo aquello que podría
significar importante en nuestras vidas, y es apostar por un azar que no
siempre está de nuestra parte y que nos empuja a construir el presente
sobre la base de un fantasmal desiderátum. “Ser o no ser, esa es la
cuestión”, podría recordarnos hoy el viejo Shakespeare en la voz de
Hamlet, en medio del enorme vacío existencial que se cierne sobre
nosotros en la turbulenta complejidad de la vida. Oh, cuanta obstinación
de nuestra parte por dejar todo para un hipotético después: lo más
seguro es que nunca llegue.
3. Me fascina la noción de Monterroso (que a la vez es borgesiana)
acerca de la novela como género: una grata conversación entre el autor y
el lector, porque parte del elemental principio de la buena educación
que nos impide convertir un encuentro amistoso y literario en un largo y
pesado monólogo. He leído novelas de más de mil quinientas páginas
(aunque no es lo ideal), pero créanme: cuando me encuentro atrapado en
medio de la vorágine de la noción de lo interminable de un libro
sobreabundante, me hundo en la desesperación y entra en mi espíritu las
ansias de mandarlo de nuevo al anaquel (o de lanzarlo por un balcón), de
airear mi mente, de diversificar la lectura; igual me acontece con las
películas: más de tres horas de film lo considero un insulto a la
naturaleza humana y un agravio al sentido de la mesura, de la amistad y
de las buenas maneras.
4. El verso es anterior a la
prosa, nos lo dice la historia de la cultura, pero entre ellos se ha
erigido en el tiempo una suerte de “competencia”, que ha llevado a ambos
géneros a transformarse hasta ser lo que hoy conocemos. Debo transigir,
no sin nostalgia, que hasta hace algunas décadas ser poeta era sinónimo
de prestigio y se veía a sus cultores como entes “alados”, bajados del
Olimpo, recubiertos con un hálito angelical y al mismo tiempo rompedor y
convulso. En todo caso: los poetas estaban más allá del bien y del mal y
el aura que de ellos emanaba era grandiosa y hasta beatífica. La prosa
en cambio no tuvo tal prestigio hasta la irrupción del Quijote, que se
considera la primera novela moderna, porque encarna, para decirlo sin
mucho adorno, la cruda realidad y lo prosaico de aquella sociedad (que
si a ver vamos: no dista mucho del de ahora). Si bien ambos géneros han
cambiado ostensiblemente con el paso del tiempo, como queda dicho, es la
prosa la que goza de un mayor prestigio y atención por parte de los
lectores. Tanto es así, que las más importantes editoriales apuestan con
enormes tirajes a libros en prosa (novela y ensayo: en este orden),
mientras que los poemarios pasaron a convertirse en una especie de coto
cerrado: pequeños tirajes institucionales dirigidos a cofrades, que se
reúnen casi clandestinamente a leer las páginas de un género que se ha
hecho absolutamente libre: sin rima ni métrica (a veces sin
musicalidad), y cuyo rostro se ha desdibujado al extremo de hacerse
irreconocible.
5. El género ensayístico, tal y como lo
conocemos hoy, se lo debemos al genio del francés Michel de Montaigne,
aunque también tiene su mérito en este territorio el inglés Francis
Bacon, y su evolución ha sido de tal impacto en nuestros días, que ha
incidido en otros géneros y su presencia se hace transgresora (aunque
aceptada) en disímiles campos: científicos, teológicos, filosóficos y
literarios. Lo transgenérico en la narrativa, por ejemplo, es un
fenómeno global, que busca ir más allá de los corsés que imponen los
géneros tradicionales, para adentrase en los densos espacios de la
lectura, sin los atavismos propios de los compartimentos estancos que
imponen de manera autárquica normas y límites. Por supuesto, nada escapa
a esta experiencia, empezando por el artículo de prensa y la crónica
(calificados por algunos como menores), y que hoy se abren paso para
echar mano de todo aquello que, en la escritura, busque comunicar con
mayor énfasis y claridad.
6. Volviendo al género
ensayístico, cuyos albores algunos los remontan a la Grecia antigua con
Platón y Aristóteles, y más adelante, aunque parezca inaudito, con el
propio Cervantes (tesis que sustenta Monterroso al leer los Prólogos de
la Primera y Segunda parte de Don Quijote, el de las Novelas ejemplares y el de Persiles y Sigismunda),
es crucial recordar algo que muchos olvidan, tal vez por comodidad o
(peor aún) por tozudez y tontería: en su práctica no debe intentarse
convencer al lector de que el autor tiene la razón, y esto no solo por
razones de urbanidad, sino por respeto al género, que deja sobre el
tapete la diversidad de posiciones que una temática pueda generar, así
como la libertad para expresar lo que para algunos podría resultar un
dislate.