El infinito en Irene Vallejo por Ricardo Gil Otaiza
Me acerqué por primera vez a El infinito en un junco de Irene
Vallejo en plena pandemia (por allá en el 2021): me lo llevó a Venezuela
el buen amigo y también escritor canario (y venezolano por adopción y
corazón) Ángel Nazco García, a solicitud de mi parte. La edición era la
ya clásica de Siruela: grande e imponente de ese mismo año (de las
tantas que se han sucedido por su éxito de ventas), y sin excusas dejé
de lado todo lo que hacía (generalmente lectura y escritura) para
meterme en sus páginas. Y lo hice con gozo: un gozo extraño si se
quiere, porque me hablaba del nacimiento de ese objeto puntual y extraño
que es un libro desde un libro: una recursividad inaudita de quien ha
hecho de este maravilloso “artilugio” clave y síntesis de una pasión
compartida por cientos de miles de lectores en muchos países, quienes
desde su salida lo adoptaron como a un entrañable amigo, e hicieron de
él una suerte de “manual de consulta” cuando la palabra se nos va por
senderos inauditos, y echamos mano de una tabla de salvación que nos
pone en el contexto de lo inasible y etéreo; ergo, en el de las ideas.
No
es la primera vez que me acerco a Irene y a su libro. Es más: ya he
ensayado en un par de oportunidades aproximaciones a la obra desde este
gran medio y no he quedado del todo satisfecho, porque son tantas las
cuestiones que me asaltan, que termino el texto y quedo con la misma
sed. Intento, pues, salvar el inmenso escollo interior para decirles que
no contento con leer su libro y escribir sobre él, cuando tuve la
oportunidad de viajar a Madrid (en junio de este año) me acerqué a la
feria del libro y no sabía que Irene Vallejo se presentaría en el estand
de la editorial, y cuando me enteré por un anuncio del altavoz que ella
estaría dando firmas, me aparecí por allí, pero la fila era
interminable.
Sin pensarlo dos veces (las grandes
cosas parten muchas veces de decisiones no meditadas, aunque no siempre
es así), y pasando por delante de decenas de personas que se agolpaban
para que Irene les firmara sus ejemplares, me acerqué y la saludé: le
dije que había escrito un artículo sobre su libro y solo deseaba
saludarla. Ella, con una gran sonrisa me atendió con cortesía, y para mi
sorpresa tomó una postal promocional con su imagen y su nombre y
escribió estas palabras: “Para Ricardo Gil Otaiza con infinito cariño”, y
estampó su firma. A estas alturas uno de los organizadores del evento
se acercó a nosotros e increpó mi conducta, pero ella le salió al paso:
“Él escribió un texto sobre mi obra” y sin perder su sonrisa me la
entregó y nos despedimos. Estuve tentado de pedirle una selfi, pero al
destino no se lo puede tensar in extremis porque puede romperse la magia. Me conformé con tomarle un par de fotografías a lo lejos, y me marché.
Ni decirlo: en ese instante decidí buscar de nuevo El infinito en un junco
que había dejado (ya muy gastado) en Venezuela, y adentrarme de nuevo
en sus páginas, pero esta vez en la edición de Debolsillo y Siruela
(2024), y así lo hice. El subtítulo del libro es genérico: “La invención
de los libros en el mundo antiguo”, pero es mucho más que eso, lo que
pudiera frenar a potenciales lectores en la falsa creencia de que
refiere a un mero hecho histórico, cuando se trata, sin más, de una
experiencia reveladora en el tiempo con uno de los objetos más
maravillosos creados por la inventiva del ser humano. La obra nos lleva
por los territorios del ser a descubrir el hilo que conecta a diversas
civilizaciones, y cuyo eje articulador es un “objeto” cuya impronta ha
trascendido el tiempo, para erigirse en centro del conocimiento, pero
también de culto y encendidas pasiones intelectuales.
El
infinito que la autora alude en el título es clave en la comprensión de
la obra: no hay límites que puedan contener a la imaginación cuando nos
internamos en un libro, porque nos lleva por insospechados mundos:
recrea aventuras que van más allá de lo fáctico para hacer de nosotros
posesos de un “algo” intangible y etéreo, pero que está en nosotros, que
nos mueve en nuestra interioridad, que nos impulsa a querer más de lo
que nuestras circunstancias personales puedan ofrecernos; quien lee y se
interna en una obra ya no está en el “ahora”: su mente y su espíritu
están revoloteando en insondables espacios, en sutiles territorios del
ser, en dimensiones que solo el lector puede recrear y que son distintas
a las de los otros, porque toman de nuestra experiencia todo aquello
que configura la existencia y sus disímiles matices por ser de nuestra
exclusiva identidad.
La prosa de Vallejo es
reveladora: cada renglón trae consigo nuevas experiencias y nos adentran
en gráciles espacios que buscan desentrañar lo propio de lo humano:
entonces revelar es revelarse, es ir más allá de lo asentado en cada
página para tocar en el lector hilos muy finos que jamás pudiésemos
sospechar que se encontraran allí; es mirar por encima de nuestra
finitud y lanzarnos por desconocidos territorios que conjuntan la
palabra con la experiencia humana. Los hilos tejidos desde esta
perspectiva hacen del todo un rico tapiz de posibilidades estéticas, que
nos llevan a descubrir novedosas perspectivas desde lo personal y lo
libresco: una dupla insustituible a la hora de sopesarse el libro como
un logro civilizatorio, y su impronta en nuestras vidas.
El
encanto del libro de Vallejo va más allá de los linderos del género
ensayístico, y se adentra con gozo en un panóptico de espectros que
tocan muchos otros, para mostrarnos la experiencia lectora desde lo
sagrado y lo sublime, pero sobre todo desde el Ser. Ensayo histórico,
novela, cuento, estudio, fábula y poema épico se dan la mano en estas
magistrales páginas para mostrarnos, con prosa exenta de artificios, los
derroteros de un objeto pluridimensional como lo es el libro, que
avanza a través de los siglos con sutil encanto y auctoritas, renovando su rostro y su forma, pero manteniendo la esencia de su cometido: comunicar lo humano.