Mérida, Marzo Viernes 21, 2025, 02:02 pm
ÁNGEL CIRO GUERRERO
Lorenzo de Médici no se equivocó al
enviar a Leonardo Da Vinci como embajador muy especial en Milán, ante su par en
riqueza y poderío, al visionario Ludovico Sforza, el bien llamado “el Moro” por
lo cetrina de su piel y ruda barba. Si “el Magnífico” ya reinaba en paz su
Florencia, hecha suya a punta de espada, inteligencia, sagacidad y crecida
fortuna, sin embargo necesitaba restablecer los lazos desatados con los
milaneses, importantes comerciantes y mejores soldados. Ambos gobernantes
destacaban en su pasión por el arte, disputándose las obras de los creadores
más importantes de aquellos años cruciales del Renacimiento. Pero el joven
artista, cuya fama ya había traspasado las fronteras de la creación artística
hasta entonces conocida por lo innovador y atrevido de su belleza plasmada en
la tela de sus pinturas que creara en sus tiempos de ayudante del Maestro de
Maestros, Andrea Verrocchio, no traía en sus alforjas ni pinturas ni bocetos de
paisajes o madonas sino los planes de una serie de “máquinas” que estaba seguro
no sólo elevaría a niveles de grandeza sino que elevarían mucho más el poder y
la gloria que sus dos mecenas merecían.
Esto fue lo primero que me confió una
vez que logré hacerle llegar mi formal solicitud de entrevista para “La Hoja de
Oro”, de Venecia, diario en el que trabajaba y alguna vez el propio Da Vinci
había publicado enviando sus insuperables Estudios de Anatomía,
explicando con su letra inimitable, en textos escritos al revés, cómo está
perfectamente construido el cuerpo humano. Era muy admirado por nosotros los
poetas, escritores, doctores en ciencias médicas y periodistas; asimismo,
sacerdotes, obispos y cardenales que buscaban afanosos su amistad tan igual que
aristócratas y mandatarios. Favor grande que me hizo el ya destacado
concertista de guitarra, mandolina, flauta y laúd, además de compositor y poeta
reconocido por la Real Academia de Roma, Juan de Ortíz, venido de la ya famosa
Isla de las Perlas, llamada de La Margarita, allá en la recién descubierta
mitad del otro mundo, el llamado de Las Indias; y muy bien recibido por la
comunidad intelectual de la Italia de entonces, para que yo lograse la conversación
con el Maestro. Juan de Ortiz le conocía y gozaba de su aprecio, de lo cual doy
fe pública en este escrito. Cuando acudí en su búsqueda, a mitad de camino
entre Florencia y Milán, le encontré descansando de esta primera etapa de su
viaje en “El Ala de la Paloma”, una posada muy de moda en esos tiempos e
idílicos parajes, donde atendían diligentes mozos de rubios rizos. El Maestro
estaba recostado sobre grandes, cómodos y coloridos cojines y a su alcance una
gran bandeja donde lucían apetecibles peras y manzanas sobre un lecho de rojas
y verdes uvas. Simpático, me tendió su mano de piel extremadamente blanca y
dedos largos y muy flacos. Su rostro parecía resplandecer porque estaba hacia
la ventana por donde entraba un rayo de luz iluminándole. Él en sí era una obra
de arte. Ya comenzaba a crecerle a alargar la barba que más tarde luciría muy
blanca y su pelo a enmarañar. Voz dulce, de barítono, pero enérgica cuando lo
requería.
-Maestro, le dije: Supe que usted
no va como pintor sino inventor a la Corte de Sforza. ¿Cree que dejando de lado
lo primero, podrá imponerse en lo segundo?
-Sí, me dijo. Y le ofrezco para su
periódico una exclusiva: traigo esta carta para Ludovico. En ella le informo
que tengo un medio de construir puentes muy ligeros y fuertes que pueden ser
trasladados fácilmente, con los que se puede seguir y alguna vez ahuyentar a
los enemigos, así como otros muy seguros, incombustibles, que no pueden ser
ganados en la batalla, fáciles y cómodos de levantar, pero advirtiendo al mismo
tiempo que también tengo los medios de quemar y destruir los del enemigo.
-¡Qué interesante, Maestro. ¿En que
pudieran diferenciarse sus inventos de los que, a la fecha, se vienen
empleando, no sin buenos frutos, de por sí demostrados en el campo de batalla?
-Usted, amigo periodista, me conoce.
Sabe que desde muy joven me he hecho respetar como persona seria, de fuerte
carácter y muy responsable, por lo que de antemano le advierto al mandatario lo
siguiente. Leo: “Habiendo, Ilustrísimo Señor, visto y considerado ahora de una
manera suficiente las pruebas puestas para todos aquellos que dicen ser
maestros y realizadores de los aparatos de guerra, y que los inventos y
operaciones de estos aparatos no son para nada diferentes del uso común, me
esforzaré, no perjudicando a ningún otro, en hacerme apreciar por V.E.,
abriéndole mis secretos, y ofreciéndome después, a gusto suyo y a su
debido tiempo, a trabajar efectivamente en todas estas cosas…”.
-¿Cuáles, Maestro? ¿Puede describirlas?
Mucho se lo agradecería
-Bien. Me gusta usted, joven, por lo
decidido. Es un buen reportero, acucioso, como buen cazanoticias. Escuche: Le
digo a Ludovico que “puedo volar los fosos durante el sitio de una plaza y
construir gran número de puentes, escaleras y otros instrumentos útiles a esta
empresa. Le propongo que, si durante el sitio de una plaza o no se pueden usar
las bombardas, a causa de la altura de un terraplén o de la extrema
fortificación de la mencionada plaza o lugar, estoy en condiciones de destruir
toda plaza fuerte o toda fortificación, si no están edificadas sobre roca”.
-¡Qué extraordinario, Maestro! Eso
revolucionará el arte de la guerra.
-Pues sí, y le agradezco el
reconocimiento.
-Es que de verdad se lo merece. Pero,
Maestro, ¿cómo podrá usted lograr que los asaltantes penetren la plaza sin
tanto muerto y largo tiempo de combate?
-Porque poseo el secreto de “fabricar bombardas fácilmente
transportables, con las que se puede provocar una tempestad artificial y con el
humo espantar al enemigo, produciéndole gran daño y confusión”. Sigo
leyendo mi carta a Ludovico: “Puedo hacer zanjas y caminos secretos en
zigzag, sin hacer ruido, para llegar a un lugar determinado, aunque hubiera que
pasar por debajo de fosos o de algún río. Soy capaz de construir carros
cubiertos, seguros e inexpugnables, que entrando en campos enemigos con sus
artillerías, no existe fuerza armada que los pueda destruir. Detrás de éstos
podrá seguir mucha infantería, a salvo y sin ningún obstáculo y, si hay
necesidad, pues ni modo, también construiré bombardas, morteros y pasavolantes
de forma bella y muy útiles, fuera de lo corriente”.
-¡Admirable, Maestro! No encuentro
otro calificativo.
-Entiendo su sorpresa porque de todo
lo que hasta el momento le he contado tengo los planos perfectamente
realizables, que nadie conoce. En fin, según la variedad de casos –y le lo
explico en mi misiva al “Magnífico”- que “haré varios e infinitos instrumentos
que sirvan para atacar y defender. Y si acaso las operaciones con bombardas
resultaren imposibles, no importa, porque construiré sobre la marcha
catapultas, ballestas y trabucos de admirable eficacia. Como también tengo,
para cuando se opera en el mar, instrumentos muy útiles, ofensivos y
defensivos, para hundir las naves que se resistan, empleando bombardas grandes,
pólvora y humo”.
-Pero debo decírselo, Maestro, y con
mucho respeto: todos son instrumentos para la guerra.-Sí, no me da pena reconocerlo, porque
usted debe saber que la guerra es necesaria y para ganarla es imprescindible el
armamento. Creo, y no me equivoco, que el enemigo al ver enfrente suyo mis
“máquinas”, como usted las denomina, decidirán no combatir. De este modo
ayudaría, modestamente, a evitar otro derramamiento de sangre. Aunque no todas
mis propuestas son para lo bélico.
-¿Por ejemplo?
-En tiempos de paz creo poder cumplir
bien con el oficio de arquitecto, haciendo edificios públicos y privados y
conducciones de agua de un sitio al otro. De la misma forma haré esculturas
de mármol, de bronce o de barro y en pintura igualmente todo lo que se
pueda hacer, no importa qué trabajo ni con quién lo desee. Aún me podré ocupar
de un caballo de bronce que será gloria imperecedera del Señor padre de
Ludovico, de feliz memoria y de la ilustre casa de Sforza.
-Maestro, ¿no cree usted que alguien
le tilde de loco y dirá que lo suyo son inventos en los cuales haya obtenido
ayuda del Averno?
-Pues mire, joven, lo he
pensado. En Venecia, Florencia, Milán y sobre todo en Roma, hay mucha
vocería donde predomina la envidia. Yo no me detengo a responder ni a
preocuparme. Para mí el tiempo es oro. No lo desperdicio. Pero si alguna de las
cosas mencionadas le apareciese a alguien imposible o irrealizable, me ofrezco
en seguida –y también se lo advierto a Ludovico- a realizar un experimento en
su parque o en cualquier otro lugar que él tenga a bien designar.
-Maestro: ¿Ludovico le aprobará
tantas y tan complicadas propuestas?
-Sí, porque el solo hecho de que el
enemigo sepa que él cuenta con este sofisticado arsenal, ya es una victoria. Y
si no lo aprueba, no importa. Al fin y al cabo lo que me interesa es inventar,
inventar, inventar. No parar de soñar ni de darle rienda suelta a mi
imaginación…
-Por cierto, pronto se casará la
princesa Isabel de Aragón, que es nieta del Rey de Nápoles, con el duque Juan
Galeaza; y se comenta que usted será el escenógrafo de los festejos.
-¡Qué bien informado está usted,
jovencito. Sí, lo seré. Le cuento lo que estoy pensando realizar.
Intenta pararse, pero se queja.
Rápido acuden dos pajes que le ayudan. El Maestro acaricia la cara de uno y
besa en la mejilla al otro. El más esbelto le entrega su bolsa de cuero que ha
caído al suelo. Saca unos apuntes y me describe lo allí escrito: “Decoraré el
Patio y el Salón Ducal. Edificaré una columnata de ramas de árboles y un
techo de follaje tan finamente trenzado y adornado, que más parecerá un cuadro
que una cosa real. También me encargaré de la función con la cual se divertirán
los invitados que quedarán, ya me los imagino, realmente asombrados, cuando
caballeros a los cuales vestiré con deslumbrantes capas de oro, penetren a
caballo en el recinto, para rendir homenaje a la novia, mientras danzan cientos
de bailarines. Haré, sobre el techo, una bóveda celeste, resplandeciente de
estrellas, con el centelleo de los planetas y los signos del Zodíaco. Los
planetas se moverán y, volando, aparecerán efebos disfrazados de Júpiter, Marte
y Venus, porque tengo previsto emplear, y será también un invento, un sistema
de poleas que los harán volar por los aires...”
-Cuestión que ya nada extraña en
usted, Maestro.
-¿Qué, buen amigo?
-Eso de volar, Maestro, a pesar
de que fue público el fracaso.
-Sí, también lo reconozco. Fue inútil
mi intento. Zoroastro, mi ayudante pagó con quebraduras de sus huesos la
osadía, sin mi permiso, de probar mi pájaro, más bien un murciélago, que
construí…
-Después de largos estudios sobre
el vuelo de las aves, de su anatomía en las alas, en las plumas; de la fuerza
del aire y del movimiento, como Dédalo, el otro inventar, el de la mitología,
que le proporcionó a Ícaro, su hijo las alas de cera para que se fugase,
volando, de la prisión, pero olvidó no acercarse mucho al sol, como Zoroastro
olvidara pedirle permiso a usted para intentar elevarse.
-No me arrepiento. Allá, en mi casa
de Milán, me dedicaré a construir una máquina volante, en la que el tripulante
ira de pie, sin depender exclusivamente de sus músculos, porque la dotaré de
grandes alas y un motor de resortes que, al expandirse, se convertirán, gracias
a un mecanismo de tracción, en un movimiento alternante, que hará batir las
alas. Lo volaré en el monte del Cisne. Repito no me importa si logro o no. Pero
pasaré a la Historia. Eso me basta.
-¿Orgulloso o engreído, Maestro? Y
perdone de nuevo mi atrevimiento.
-Orgulloso de creer que todo es
posible, de vencer imposibles, de lucha contra la adversidad, de no dejar
vencer por el pesimismo.
-Precisamente quería referir que
numerosas personas opinan que usted piensa mucho pero poco actúa. Es decir, que
no concluye lo que se propone, sino que sin terminar un asunto se empeña en
otro.
-Sucede que mi imaginación vuela, se
lo repito, rápido, alto y lejos. Yo ya no puedo detenerla. Además, no me
atrevería porque amo la libertad.
-Por ejemplo, el telescopio, que
usted llama “máquina celeste” y la gente lo bautizó como “los ojos para ver el
cielo”.
Por primera vez el Maestro sonríe.
Muestra al hacerlo unos dientes muy bien alineados, blancos, cuidados. Me
pregunto si habrá inventado alguna pomada para relucirlos, cuando es común en
este tiempo que la mayoría de la gente los tenga amarillos e incompletos por
descuido. Pero prefiero respetarle lo relacionado con su aseo personal. De
paso, todo él huele a agua de rosas.
-¿El telescopio? ¡Ah! Ese aparato me
trajo tanta envidia y hasta han tratado de robarme mi autoría. Mire, en El
Códice F, de Mis Manuscritos…
- Escritos al revés, ¿Verdad?
-Exactamente.
-¿Porqué de ese modo?
-Sería muy largo de explicar y
permítame reservarme ese secreto. Sobre el telescopio le decía que es un
lente convexo, dentro de un cilindro, como objetivo y una segunda lente
bicóncava, o sea divergente, en el extremo opuesto, donde se sitúa el ojo. Un
lente grueso por los lados y delgado por el medio. Con este aparato, amigo mío,
yo puedo ver la luna de mayor tamaño y sus manchas de más conocida figura. Lo
estoy modificando para obtener mayor reflexión. En eso me encuentro.
-¿Que materiales emplea para ello,
Maestro?
-Fabriqué una máquina para construir
espejos curvos con distancia focal de seis metros. Utilizo bronce, que corrompo
con el arsénico, para obtener una textura parecida al vidrio.
¿Magia, alquimia, ciencia?
-Escriba lo que usted quiera.
-Con razón los de la Iglesia lo
tienen bajo sospecha
-Y yo a ellos…
-Será porque usted ve más cerca el
cielo y ellos no
Una larga carcajada. Y su mano que
alborota el cabello, son la respuesta a mi insidiosa interrogante.
-Eso está, Maestro, como el
claroscuro que usted también inventó.
-Massaccio, en su pintura, fue el
primero en usar este sistema. Yo, lo confieso, simplemente lo perfeccioné.
-¿Cómo lo hizo?
-Profundicé hasta llegar a que para
lograr un cuadro armonioso las partes claras deben estar en determinada
proporción en relación a las oscuras. Estudié, además, los contrastes y las
gradaciones, concluyendo en que la claridad mínima obtenible en un cuadro
corresponde al blanco y la oscuridad máxima al negro, pero advirtiendo que
entre ambos existe toda una gama de grises o de colores mezclados con blanco o
negro.
-¿La Virgen de las Rocas? ¿La
Adoración de los Reyes Magos?
-Exacto. Allí pude probar mi teoría.
-Aunque no terminó el segundo.
-Bueno, qué le vamos a hacer, me
surgieron otros menesteres que obligaron mi mayor atención.
-Cómo diseccionar cadáveres, ¿cierto?
-Aquí le diré, apreciado amigo, que
no oculto mi pasión por la figura humana, que mis trabajos, observando y
dibujando las partes del cuerpo humano serán, en propiedad, un gran aporte al
conocimiento de hoy y de mañana sobre lo que somos y cómo y de qué estamos
construidos.
-Insisto, la Iglesia comienza a
quejarse, Maestro.
-Hasta me acusan de loco. Yo no le
hago caso a esa clase de críticas. Estoy en lo mío. Sin embargo, no deja de
buscarme por todas partes para que les atienda su afán de enriquecer con mis
pinturas sus templos y palacios.
-Es que lo suyo huele a misterio, a
rito, se dice.
-A Ciencia, igualmente. Eso lo
reconocen a lo interno, pero lo niegan en público. Soy vanidoso, sí, y lo soy
porque nadie, absolutamente nadie hasta el sol de hoy, se había atrevido a
investigar, palpar, dibujar y mostrar el cuerpo humano con toda la rudeza de lo
que en realidad somos: carne, músculos, venas y sangre.
-Maestro, otra pasión suya es la
atracción que manifiesta por las poleas. ¿Por qué?
-Me fijé en las poleas que nos legaron sabios como Arquímedes y Herón.
Ingeniosas, complejas, útiles, pero yo fui más allá. Las que inventé tienen
soluciones más imaginativas, desenfrenadas, ágiles, de mucha creatividad para
diferentes usos que facilitan numerosas posibilidades. Las hice en círculos, en
espiral, fijas, colgantes, centrífugas. Recuerde, amigo mío, que mi apellido
Vinci quiere decir ”nudo”, por lo que los utilizo mucho en mis
creaciones, y en las poleas son evidentes para el amarre de tanto engranaje.
Y cómo dibujar es para mí es una pasión, pues ahí están los detalles en papel
de los engranajes y sistemas de polea hiperbólicos, de giro rápido, compuestos
de un piñón y de una rueda elíptica; engranajes cónicos; ruedas de cohetes,
ruedas dentadas, con dientes helicoidales para rodajes oblicuos.
-¿Inventó la cadena de trasmisión?
-Desde luego. Ese invento es mío. De
ello no hay discusión.
-Y también el tornillo sin fin, en
base a lo ideado por Arquímedes y Herón. Y bombas a pistón por medio de una
guía cilíndrica, ejes de retroceso; tornos de diferentes tipos; rodamientos a
rodillos que evitan la fricción. Inventó igualmente el diferencial.
-Sí. Acepto que lo mío es una lista
muy larga y muy técnica.
-Inventó, además, máquinas para
torcer el hilo; para bobinar; para teñir telas; para cardar la lana; para
purificar el lino. Eso, de parte suya, fue de enorme ayuda para los textileros
de Milán. Pero hubo resistencia para utilizarlas.
-¡Claro! Las mulas siempre irán por
el mismo camino y se tropezarán con la misma piedra.
-Maestro, usted es, un gran
científico, ¿de verdad cree en Dios?
-Como Miguel Ángel, me fascina que
Dios es un gran artista, y su obra maestra está en haber creado el cuerpo
humano, y en la construcción también de las distintas formas de la Naturaleza.
Sólo que si yo avancé en buscar mis propias respuestas, convenciéndome con la
realidad, con la verdad de lo que voy encontrando. Me atreví a penetrar en el
campo de la dinámica, porque quise comprender el movimiento del aire en las
ventiscas, la fuerza que se produce en el manojo de cuerdas por torsión o
tracción, el rozamiento, la caída libre, el choque, la vibración, las fuerzas
eléctricas. Descubrí, con mucho estudio y paciencia diversos tipos de fuerzas
mecánicas en las que nadie antes se había fijado, hasta comprobar, por ejemplo,
la omnipresencia del calor y el imán.
-Este dibujo, Maestro, ¿qué
representa?
-¿Cuál, joven amigo?
-El que parece una nube encima del
aparato aquí dibujado.
-¡Ah! Ese es el que yo llamo
“Arhitronito”, una pieza de artillería que utiliza como energía para lanzar sus
proyectiles la expansión del vapor originado al arrojar agua sobre esta lámina.
¿La ve dibujada aquí?.
El Maestro la señala con su largo
dedo flaco, de cuidada uña. Y me dice:
-“Esta es una lámina incandescente. Y
le puedo garantizar que llegará un tiempo en que esto que usted llama
“nubecita” y yo “vapor”, moverá gigantescas maquinarias que ni usted ni yo
imaginamos.”.
-Bueno, Maestro, yo no. Usted sí
porque hasta adivino o médium es. Y así lo escribiré en esta entrevista.
-Soy un científico, repito, aunque
usted pueda calificarse también de soñador. Sin embargo y se lo aclaro, que
para mí el alma y la vida superan toda prueba y que la naturaleza está llena de
causas infinitas, por lo que niego el alcance de la ciencia absoluta.
-Cualquiera que lo escuche, podría
tildar de hereje.
-Tampoco me importa. De mí se dice
cualquier barbaridad.
-Incluso sospechan de su empedernida
soltería.
-Me gusta la belleza del cuerpo
humano, lo sostengo. Mire usted a estos dos jóvenes. ¿Acaso cuesta mucho
apreciar en ellos tanta belleza?
-¿Por ello la enigmática hermosura de
su Gioconda, su creación suprema?
-Gracias por tal afirmación. De este
retrato. Uno de los pocos que realicé, y ya no hago, tengo muy buenas
anécdotas. Por ejemplo, cómo mi modelo, la hermosísima Mona Lisa, de paso muy
joven e inquieta rápidamente se cansaba de posarme. Yo le inventaba cada vez
distintas maneras de entretenerla mientras la dibujaba. Un día bailaban
bufones, otro recitaban poemas, o escenas de teatro, y yo le improvisaba
cuentos y leyendas. Si me lo permite, casi como si yo fuese la princesa de las
Mil y Una Noches, para atraer al sultán, que era ella, durante los cuatro años
que tardé en pintarla.
-Con su sonrisa, claro está, la suya,
Maestro, que está reflejada de manera tan exacta.
-Sobre mi sonrisa y la de Gioconda ya
hay muchas historias.
-Que usted ayuda a acrecentar con su
misteriosa forma de vivir su vida. ¿Considera a Mona Lisa como la más
importante de su pintura?
-Dejo a la posteridad ese veredicto.
El Maestro hace una seña y uno de los
efebos extiende sus brazos. El hombre, vestido con una túnica blanca de seda,
se impulsa, abrazándose al jovencito. Luego camina por la habitación, buscando
la salida, no sin antes invitarme a acompañarle. Ya afuera, va hacia el jardín,
toma una rosa con sumo cuidado, y me pregunta:
-No cree usted que estamos obligados
a dibujarla, con todo su realismo, dado que esta hermosa flor es de tan corta
existencia, para reservar su maravilla de color y conocer cómo está tan
perfectamente construida?
Todos los que le ven caminar y le escuchan hablar le tratan con veneración. Él lo siente. Y lo premia con la sonrisa que lo distingue del resto de los mortales. No se siente un dios, pero su figura y su conocimiento así lo retratan. Porque Leonardo Da Vinci es más bien un ser sin duda sobrenatural.
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