Mérida, Enero Sábado 18, 2025, 06:07 am
El domingo pasado en horas de la mañana falleció Miguel Maita, quien fuera el editor de la página de opinión de El Universal. La noticia, aunque previsible debido a su estado de salud, me entristeció: le tenía gran afecto. Nuestra relación era de muy larga data (casi 30 años), y atesoro algunas anécdotas que me gustaría compartir con ustedes. Durante mucho tiempo no me atreví a llamarle Miguel, a secas, sino señor Maita, porque era tanta la admiración que le profesaba, que sentía irrespetarlo al referirme a él sencillamente por su nombre de pila. Fue con el paso de los años que ese temor reverencial se transformó en amistad, y entonces ya no antepuse más el vocativo.
Una tarde, iba yo en un taxi con rumbo a Santa Bárbara del Zulia, para leer un discurso en un acto académico en su universidad, y en plena carretera me entró una llamada de Maita. Como han de suponer, entré en pánico, porque él no me llamaba a menos que hubiera alguna dificultad o para hacerme el encargo de un texto especial (generalmente en las vísperas de su publicación y tenía que correr). Con su español perfecto me dijo sin concesiones: “No puedo publicar tu artículo del domingo a menos que le cambies el título”. “¿Y qué tiene de malo el título de mi artículo señor Maita?”, respondí con voz quebrada. “Ricardo, en el texto no puede aparecer un título como Memoria de mis putas tristes, lo siento, dame otro o lo saco de la edición”. “Pero, ¡ese es el título de la más reciente novela de Gabriel García Márquez, no veo el problema!”, agregué con cierta “autoridad”. “Lo sé, pero así no puede salir y dámelo rápido porque estoy entregando la página a la imprenta”. En un maltrecho taxi sin aire acondicionado me hubieran visto ustedes reinventando el título de mi dichoso artículo, hasta que, para salir del apuro, le dije: “Póngaselo usted, señor Maita”. “No, Ricardo, lo siento, esa no es mi tarea”, respondió algo molesto. “Bueno, bueno, bueno, póngale: Lo último de García Márquez”, dije conteniendo la respiración. Él aceptó, y colgó sin despedirse.
Otro día, de comienzos del nuevo siglo, me llamó el señor Maita y me dijo sin anestesia: “Ya no publicas más con nosotros, toca las puertas de otro diario”. Me quedé de una sola pieza, y le dije: “pero… ¿por qué?, ¿qué pasó señor Maita?”. No hubo respuesta. Insistí, y lo único que atinó a decirme fue: “Lo siento, Ricardo, que tengas buena suerte”, y colgó. Nunca supe qué fue lo que en verdad pasó, pienso que a lo mejor toqué algún nervio de un alto personero (para entonces yo escribía sobre política textos críticos y agudos) y esa persona posiblemente llamó a la alta gerencia del diario y pidió mi cabeza. Toqué las puertas de El Nacional y publiqué con ellos durante muy poco tiempo. Dos años después decidí enviarle al señor Maita un nuevo artículo y, para mi sorpresa, me publicó. Nuestra relación editor-autor continuó como si no se hubiera dado jamás aquella pausa.
El señor Maita era de pocas palabras, parco al expresarse, no solía manifestar su parecer acerca de los textos que le enviaba (a menos que hubiese algún detalle que quería precisar o revisar) y un buen día tuvo para conmigo un gesto que fue algo así como el equivalente al Premio Cervantes (dado su espíritu agudo e incisivo, así como perfeccionista del oficio de la escritura). Le envié un texto para una entrega especial que me había solicitado dos o tres días antes, y por respuesta me dijo: “Está del cielo, Ricardo, mil gracias”. Como comprenderán: aquello fue muy estimulante, porque recibir un elogio de mi editor era una ardua empresa, dado su fuerte carácter y su sentido profesional del trabajo de edición.
La tarea de Miguel Maita en El Universal dejó abundantes frutos: llegó a posicionar su página de opinión en el primer lugar de preferencia entre los lectores. Tengo el honor de formar parte del medio periodístico vivo más longevo del país, en el que han publicado las más descollantes figuras nacionales, y muchas del exterior. En lo particular, ha sido para mí una escuela y me ayudó a consolidar una disciplina intelectual que me impele al extremo de dejar de comer, o de dormir, o de salir de casa a realizar cualquiera otra actividad humana, si está de por medio mi entrega semanal. Y esto no es una tontería, cuando se sopesa que son largas horas sentado frente a una máquina (laptop, en mi caso) para escribir un texto que se lee en dos o tres minutos, y pronto se convierte, como decía el viejo tema de Héctor Lavoe, en un “periódico de ayer”. Así de sencilla es la labilidad del texto de opinión.
Hay cuestiones que no podemos explicar, porque sencillamente son enigmáticas: como haber tenido en mente a Miguel Maita todo el fin de semana, y recibir de pronto, el domingo en la tarde, de parte de la editora de la página, la noticia de su fallecimiento. Créanme, ya tenía listo el texto que enviaría para mi columna (que en realidad son dos: la quincenal de los jueves y la dominical de cada semana, a petición del propio Maita) y, a pesar de mis actividades, quise rendirle este pequeño tributo de reconocimiento al editor y amigo, que dejó honda huella en mi actividad para la prensa venezolana.
Se marchó el señor Maita, como le llamé durante tanto tiempo, pero queda su legado y su impronta. He leído en algunos medios expresiones de dolor por su partida, y algunos colegas me han contactado para darme el parte y así compartir la tristeza. Su accionar certero y responsable frente a su labor editora, le otorgó una respetabilidad que nadie podría hoy negar, y, tal como me sucedió a mí, muchos otros tendrán también numerosas anécdotas qué contar: con el editor quisquilloso y exigente, con el viejo conocedor del oficio de comunicar, con el profundo articulador de la lengua española, con el hombre de pocas palabras, pero que llevaba un mundo dentro. No caeré en la ridiculez de expresar “vuela alto amigo”, pero sí manifestaré la certeza de que con su partida se cierra un ciclo en la prensa venezolana.
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